lunes, 20 de agosto de 2012

La conversión de León Tolstoi

Publicado por religionenlibertad.com León Tolstoi, uno de los grandes novelistas de todos los tiempos, confesaba al principio de su existencia: “Mi vida es una broma estúpida y cruel que alguien me ha gastado”.

La profunda desazón del autor de Guerra y Paz, tras recorrer infructuosamente los bosques del conocimiento humano (ciencias, filosofía y artes) en busca de una explicación a su existencia, a punto estuvo de conducirle inexorablemente al suicidio en el cenit de su vida, cuando ya era rico y célebre en todo el mundo.

Una antigua fábula oriental contaba la odisea de un viajero amenazado en la estepa por una bestia furibunda. Para escapar de ella, el hombre saltaba a un pozo y lograba agarrarse a las ramas de un arbusto salvaje que crecía entre las grietas. Pero los brazos empezaban a debilitarse y él sabía que en algún momento caería al abismo de la muerte. Mientras se aferraba a la vida, reparó en que dos ratones comenzaban a roer el tronco, siendo consciente de que su destino le conduciría finalmente hasta las fauces del dragón.

Entre tanto, el hombre se consolaba lamiendo las gotas de miel que hallaba sobre las hojas del arbusto. Pero pronto esa sensación dulce y placentera, propia del epicúreo (comer, beber, dormir…), se transformó en un amargo regusto incapaz ya de distraerle de su trágico destino: el dragón de la muerte.

La razón llevó a Tolstói, en efecto, como a muchos otros hombres, a la conclusión de que la vida era absurda.

Sólo cuando el escritor empezó a mirar hacia arriba, mientras permanecía suspendido de las ramas de la vida, logró liberarse del miedo.

Sobre su cabeza halló entonces el sustento de una robusta columna. Ese pilar salvador no era otro que la fe en Dios; o como la definía el propio Tolstoi: “El conocimiento del sentido de la vida humana, gracias al cual el hombre no se aniquila, sino que vive”.

Quien se engaña a sí mismo, tarde o temprano acaba desengañándose para bien o para mal. Y en España, hoy más que nunca, también es necesario Dios.

lunes, 6 de agosto de 2012

Tomás Gómez y el Opus Dei


No soy miembro del Opus Dei, pero estudié en un colegio que es obra corporativa suya y completé mi formación universitaria en Navarra, que también pertenece a esta prelatura. Tengo amigos del Opus Dei y otros muchos que no lo son; he leído las obras de referencia del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, un pedazo de santo elevado a los altares nada menos que por Juan Pablo II, en 2002; conozco a un taxista que pertenece a la prelatura, y traté también en vida al banquero Luis Valls Taberner, que en Gloria esté…
 
San Josemaría Escrivá de Balaguer encarnaba, como los grandes santos, la naturalidad de lo sobrenatural. Era de una humildad proverbial, como enseguida veremos: “No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo”, le gustaba repetir.
 
Me duele por eso, aunque yo no pertenezca al Opus Dei, insisto, que un “demócrata” trate de calumniar con o sin conocimiento de causa a una prelatura aprobada y amada por la Iglesia que de “secta”, como la califica Tomás Gómez, tiene lo mismo que él de progresista, tolerante o católico ejemplar; o sea, nothing, y perdón por el anglicismo.
 
Al Opus Dei, como digo, debo gran parte de mi formación académica y humana. Sus miembros son personas corrientes en el más estricto sentido del término: desde taxistas o repartidores de butano, que los hay, hasta ilustres empresarios y banqueros, pasando por abogados, médicos, arquitectos, ingenieros, economistas, filósofos, historiadores… Cada uno de su padre y de su madre, pero todos ellos, al fin y al cabo, hermanos en Cristo, cuya ligazón es infinitamente más fuerte y sólida que la sangre incluso.
 
Traigo por eso ahora a colación una anécdota real como la vida misma, referida por monseñor José López Ortiz, antiguo obispo de Tuy-Vigo, que me conmovió al leerla por primera vez, hace ya algunos años.
Don José López Ortiz había conocido a San Josemaría en la Universidad de Zaragoza, en junio de 1924. En 1936 le oyó hablar del Opus Dei por primera vez; y en septiembre de 1976, un año después del fallecimiento del fundador del Opus Dei, dejó escrito su testimonio como si barruntase ya que algún día se iniciaría su proceso de beatificación.
 
Concluida la Guerra Civil, don José Ortiz recibió un documento político en el que se calumniaba de manera atroz a Escrivá de Balaguer. Le pareció un deber llevarle el original, que le había dejado un amigo suyo: los ataques eran tan fuertes que, mientras el fundador del Opus Dei leía con calma esas páginas en su presencia, no pudo evitar que se le saltasen las lágrimas.
 
Cuando San Josemaría terminó la lectura, al ver la pena de su amigo, se echó a reír y le dijo con heroica humildad: “No te preocupes, Pepe, porque todo lo que dicen aquí, gracias a Dios, es falso; pero si me conociesen mejor, habrían podido afirmar con verdad cosas mucho peores, porque yo no soy más que un pobre pecador, que ama con locura a Jesucristo”.
 
Y, en lugar de romper esa sarta de insultos, le devolvió los papeles para que su amigo los pudiera dejar en donde los había cogido: “Ten –le dijo-, y dáselo a ese amigo tuyo, para que pueda dejarlo en su sitio, y así no le persigan a él”.
 
Tomás Gómez debería saber que, para ser humilde, es preciso ser veraz.